La muerte te llevó junto a la mujer que habías elegido hacía más de cincuenta años como compañera; su voz fue lo último que oíste antes de pasar al otro lado. No todos pueden decir lo mismo: morir en casa, de repente, sin sufrir, como un golpe de viento que llega y se va sin saber cómo. Una ráfaga de viento semejante golpeó la ventana que está tras el sillón en el que moriste, y en el que yo me senté para estar donde tú habías estado unas horas antes y por última vez, luego de toda la confusión de médicos, asistentes, familiares, amigos y vecinos que llenaron la casa aquella mañana del 3 de abril de 2018.
Dos unidades del 112 nada pudieron hacer contra la rotura de un aneurisma de aorta abdominal. Pero nadie en aquel momento podía saberlo, así que lo intentaron todo hasta que resultó evidente que cualquier esfuerzo era ya inútil. Cuando los médicos se fueron, recuerdo que me arrodillé ante ti, te acaricié la cara con ternura y te di un beso en la frente para despedirme, un último beso.
Ahora sé que la muerte de un padre impone en nuestras vidas una cronología nueva y particular —diferente del calendario civil—, tan omnipresente como silenciosa. Una cronología que nos fuerza sin contemplaciones a datar el tiempo, nuestra parcela de tiempo, de otra manera. Desde aquel momento, todas las cosas fueron o serán antes o después «de lo de papá», y luego, cuando el dolor se aminore y las palabras no duelan tanto: «de que papá muriera». A veces pienso que no ha ocurrido, que no puede haber ocurrido lo que sé que es cierto.
Sabemos bien que los dos acontecimientos más importantes de la vida de todo ser humano, el nacimiento y la muerte, son también aquellos en los que el protagonista no es consciente de su papel, aunque en la muerte todo es distinto. Seremos también los protagonistas, pero solo nuestro cuerpo estará presente, mientras nosotros habitaremos desde entonces en la mente de nuestros seres queridos, de quienes nos conocieron, de aquellos a quienes amamos.
Como el nacimiento viene precedido de nueve meses de publicidad, preparativos y alegrías, asumimos, inconscientemente y con cierto egoísmo, que la muerte de un ser querido —por esencia dolorosa— debe anunciarse también, para hacernos a la idea poco a poco, lo cual supone compartir el sufrimiento. Por ello, cuando alguien se va sin previo aviso todo el sufrimiento recae sobre aquellos que se quedan —ahora sé que también eso es el amor—, pero esa carga, de alguna manera que aún no comprendemos bien, se atenúa al saber que el ser querido no sufrió, lo cual reconforta en cierta medida, teniendo en cuenta que el final de ese sufrimiento que actúa como aviso es la muerte, el más estéril de los fines.
Habías nacido en un lugar que ya no existe, Campo de Luna, en la misma casa que tu padre, y como tu padre, también falleciste en la misma casa —otra distinta que te dejó en herencia— cuarenta y cuatro años y dos días después de que él lo hiciera. Tú, que tuviste siempre la fuerza de un león, jamás quisiste ganarle a la muerte algunos años a cambio de convertirte en una persona vulnerable y dependiente. Deseabas que todo se cumpliera de manera natural, sin sufrimiento, como una confusión que nos lleva antes de que podamos saber qué pasa realmente, sin languidecer en un hospital al cuidado de gente extraña, perdiendo la dignidad y la autoestima lentamente. Siempre le pedías a Dios que te llevase rápido. Todo parece indicar que te escuchó.
Sin cumplir con los preceptos de la liturgia oficial, fuiste religioso a tu modo, siempre, como lo son todos los hombres que se mantienen en contacto pleno con la naturaleza. Te criaste al aire libre y jamás te gustó estar encerrado. Disfrutabas pescando, y antes cazando también, construyendo en tu pequeño taller lo que habías diseñado en tu mente durante días hasta el último detalle o pasando horas y horas en la huerta. El día anterior habías podado los árboles, y tenías más de ochenta años.
Siempre me angustió el miedo a que murieras en un accidente de coche. Fui un joven que se inquietaba en silencio si llegabas tarde a casa. En alguna parte leí que el miedo a la muerte súbita del padre angustió también a Miguel Delibes cuando era niño, y es cierto que su obra lo refleja. Lo comprendo perfectamente.
Recuerdo cuando era pequeño y los domingos por la mañana me levantaba temprano, me iba a vuestra cama y me sentaba en tus rodillas. Entonces tú me sujetabas de las manos y flexionabas las piernas, y yo subía entre risas, y luego, cuando menos lo esperaba, estirabas las piernas y yo caía entre más risas aún sobre la cama, y luego comenzabas otra vez, y todo eran risas y más besos; también recuerdo cuando me llevabas en la Vespa que compraste antes de que yo naciera y que tanto te gustaba; o cuando íbamos con algunos primos al río Órbigo o al pantano de Luna a pasar el domingo; o tantos buenos momentos.
Hay pocas fotos en las que salgamos juntos, pero las mejores de cuando era niño me las hiciste tú; no sales en ellas, pero estás en todas. He heredado de ti muchas cosas, entre ellas la habilidad para las respuestas rápidas, ingeniosas y divertidas, y la facilidad para el trato con la gente. Me enseñaste mucho más de lo que durante un tiempo estuve dispuesto a reconocer; luego, por suerte, fui consciente de todo ello y lo acepté como algo natural. También me enseñaste el mar, que conocí en Santander cuando tenía poco más de dos años, a trabajar la tierra, a «mirar por las cosas» y a guardar memoria de los antepasados. Gracias a todo ello y a mucho más que ahora me sería difícil expresar, sé que maduramos en el momento en que aceptamos a nuestros padres en nosotros mismos, y no antes.
No conseguiste, sin embargo, que me aficionara al fútbol o a la pesca, pero jamás me impusiste tu criterio sobre cosa alguna. Al igual que mamá, no hiciste sino trabajar —casi cincuenta años cotizados— para que Sergio y yo tuviéramos la mejor educación posible. Realmente eras feliz teniendo una familia. Cuenta la tradición que cuando yo era pequeño, por no sé qué comportamiento impertinente que tuve en público, me diste un pequeño cachete, el único en toda mi vida, que te pesó durante años; yo no lo recuerdo. Por mi parte, me pesa no haber sabido entenderte antes y así haber evitado algunas discusiones que tuvimos. Pero sé que es normal que un padre y su hijo discutan alguna que otra vez.
Apenas quedó parte de España, archipiélagos incluidos, donde no hubieras estado por trabajo o por placer. También conociste el norte de Italia, el oeste de Alemania, buena parte de Portugal y no menos de Argentina, a donde hubieras regresado cada año de haber podido. En Argentina pudiste ver al fin, como era tu deseo desde niño, todo lo que construyeron en un pequeño pueblo de La Pampa el abuelo y sus hermanos, que luego mantuvieron y aumentaron tu hermano Manuel y vuestro primo Marcelo, y ahora lleva adelante el hijo de Manuel, mi primo Sergio, cuyo hijo también se llama como tú, como yo y como el abuelo: Marcelino Rodríguez, aunque, como es costumbre en la familia, le llamarán Marcelo.
«Puedo morir en paz porque he entregado lo que he podido». Este podría ser tu epitafio. El resumen de tu elogio fúnebre. Pero, de hecho, entregaste más de lo que podías. Jamás vi que te quejaras. Eras un padre inagotable en el trabajo y el esfuerzo, en la entrega total para sacar adelante a tu familia.
Supongo que habrá más padres así, pero esto es lo que hizo el mío, y lo hizo hasta el último segundo de su vida. Esta fue su manera de mostrar al mundo su amor por la vida y por los suyos. Y bien puedo decir que su vida no fue en vano. Gracias por todo, papá. Te quiero.