Ruinas de la casa de mi padre en Campo de Luna

Hoy hace un año que murió mi padre

Retrato de Marcelino José Rodríguez AriasLa muerte te llevó junto a la mujer que habías elegido hacía más de cincuenta años como compañera; su voz fue lo último que oíste antes de pasar al otro lado. No todos pueden decir lo mismo: morir en casa, de repente, sin sufrir, como un golpe de viento que llega y se va sin saber cómo. Una ráfaga de viento semejante golpeó la ventana que está tras el sillón en el que moriste, y en el que yo me senté para estar donde tú habías estado unas horas antes y por última vez, luego de toda la confusión de médicos, asistentes, familiares, amigos y vecinos que llenaron la casa aquella mañana del 3 de abril de 2018.

Dos unidades del 112 nada pudieron hacer contra la rotura de un aneurisma de aorta abdominal. Pero nadie en aquel momento podía saberlo, así que lo intentaron todo hasta que resultó evidente que cualquier esfuerzo era ya inútil. Cuando los médicos se fueron, recuerdo que me arrodillé ante ti, te acaricié la cara con ternura y te di un beso en la frente para despedirme, un último beso.

Ahora sé que la muerte de un padre impone en nuestras vidas una cronología nueva y particular —diferente del calendario civil—, tan omnipresente como silenciosa. Una cronología que nos fuerza sin contemplaciones a datar el tiempo, nuestra parcela de tiempo, de otra manera. Desde aquel momento, todas las cosas fueron o serán antes o después «de lo de papá», y luego, cuando el dolor se aminore y las palabras no duelan tanto: «de que papá muriera». A veces pienso que no ha ocurrido, que no puede haber ocurrido lo que sé que es cierto.

Sabemos bien que los dos acontecimientos más importantes de la vida de todo ser humano, el nacimiento y la muerte, son también aquellos en los que el protagonista no es consciente de su papel, aunque en la muerte todo es distinto. Seremos también los protagonistas, pero solo nuestro cuerpo estará presente, mientras nosotros habitaremos desde entonces en la mente de nuestros seres queridos, de quienes nos conocieron, de aquellos a quienes amamos.

Como el nacimiento viene precedido de nueve meses de publicidad, preparativos y alegrías, asumimos, inconscientemente y con cierto egoísmo, que la muerte de un ser querido —por esencia dolorosa— debe anunciarse también, para hacernos a la idea poco a poco, lo cual supone compartir el sufrimiento. Por ello, cuando alguien se va sin previo aviso todo el sufrimiento recae sobre aquellos que se quedan —ahora sé que también eso es el amor—, pero esa carga, de alguna manera que aún no comprendemos bien, se atenúa al saber que el ser querido no sufrió, lo cual reconforta en cierta medida, teniendo en cuenta que el final de ese sufrimiento que actúa como aviso es la muerte, el más estéril de los fines.

Habías nacido en un lugar que ya no existe, Campo de Luna, en la misma casa que tu padre, y como tu padre, también falleciste en la misma casa —otra distinta que te dejó en herencia— cuarenta y cuatro años y dos días después de que él lo hiciera. Tú, que tuviste siempre la fuerza de un león, jamás quisiste ganarle a la muerte algunos años a cambio de convertirte en una persona vulnerable y dependiente. Deseabas que todo se cumpliera de manera natural, sin sufrimiento, como una confusión que nos lleva antes de que podamos saber qué pasa realmente, sin languidecer en un hospital al cuidado de gente extraña, perdiendo la dignidad y la autoestima lentamente. Siempre le pedías a Dios que te llevase rápido. Todo parece indicar que te escuchó.

Sin cumplir con los preceptos de la liturgia oficial, fuiste religioso a tu modo, siempre, como lo son todos los hombres que se mantienen en contacto pleno con la naturaleza. Te criaste al aire libre y jamás te gustó estar encerrado. Disfrutabas pescando, y antes cazando también, construyendo en tu pequeño taller lo que habías diseñado en tu mente durante días hasta el último detalle o pasando horas y horas en la huerta. El día anterior habías podado los árboles, y tenías más de ochenta años.

Siempre me angustió el miedo a que murieras en un accidente de coche. Fui un joven que se inquietaba en silencio si llegabas tarde a casa. En alguna parte leí que el miedo a la muerte súbita del padre angustió también a Miguel Delibes cuando era niño, y es cierto que su obra lo refleja. Lo comprendo perfectamente.

Recuerdo cuando era pequeño y los domingos por la mañana me levantaba temprano, me iba a vuestra cama y me sentaba en tus rodillas. Entonces tú me sujetabas de las manos y flexionabas las piernas, y yo subía entre risas, y luego, cuando menos lo esperaba, estirabas las piernas y yo caía entre más risas aún sobre la cama, y luego comenzabas otra vez, y todo eran risas y más besos; también recuerdo cuando me llevabas en la Vespa que compraste antes de que yo naciera y que tanto te gustaba; o cuando íbamos con algunos primos al río Órbigo o al pantano de Luna a pasar el domingo; o tantos buenos momentos.

Hay pocas fotos en las que salgamos juntos, pero las mejores de cuando era niño me las hiciste tú; no sales en ellas, pero estás en todas. He heredado de ti muchas cosas, entre ellas la habilidad para las respuestas rápidas, ingeniosas y divertidas, y la facilidad para el trato con la gente. Me enseñaste mucho más de lo que durante un tiempo estuve dispuesto a reconocer; luego, por suerte, fui consciente de todo ello y lo acepté como algo natural. También me enseñaste el mar, que conocí en Santander cuando tenía poco más de dos años, a trabajar la tierra, a «mirar por las cosas» y a guardar memoria de los antepasados. Gracias a todo ello y a mucho más que ahora me sería difícil expresar, sé que maduramos en el momento en que aceptamos a nuestros padres en nosotros mismos, y no antes.

No conseguiste, sin embargo, que me aficionara al fútbol o a la pesca, pero jamás me impusiste tu criterio sobre cosa alguna. Al igual que mamá, no hiciste sino trabajar —casi cincuenta años cotizados— para que Sergio y yo tuviéramos la mejor educación posible. Realmente eras feliz teniendo una familia. Cuenta la tradición que cuando yo era pequeño, por no sé qué comportamiento impertinente que tuve en público, me diste un pequeño cachete, el único en toda mi vida, que te pesó durante años; yo no lo recuerdo. Por mi parte, me pesa no haber sabido entenderte antes y así haber evitado algunas discusiones que tuvimos. Pero sé que es normal que un padre y su hijo discutan alguna que otra vez.

Apenas quedó parte de España, archipiélagos incluidos, donde no hubieras estado por trabajo o por placer. También conociste el norte de Italia, el oeste de Alemania, buena parte de Portugal y no menos de Argentina, a donde hubieras regresado cada año de haber podido. En Argentina pudiste ver al fin, como era tu deseo desde niño, todo lo que construyeron en un pequeño pueblo de La Pampa el abuelo y sus hermanos, que luego mantuvieron y aumentaron tu hermano Manuel y vuestro primo Marcelo, y ahora lleva adelante el hijo de Manuel, mi primo Sergio, cuyo hijo también se llama como tú, como yo y como el abuelo: Marcelino Rodríguez, aunque, como es costumbre en la familia, le llamarán Marcelo.

«Puedo morir en paz porque he entregado lo que he podido». Este podría ser tu epitafio. El resumen de tu elogio fúnebre. Pero, de hecho, entregaste más de lo que podías. Jamás vi que te quejaras. Eras un padre inagotable en el trabajo y el esfuerzo, en la entrega total para sacar adelante a tu familia.

Supongo que habrá más padres así, pero esto es lo que hizo el mío, y lo hizo hasta el último segundo de su vida. Esta fue su manera de mostrar al mundo su amor por la vida y por los suyos. Y bien puedo decir que su vida no fue en vano. Gracias por todo, papá. Te quiero.

Gumersindo de Azcárate

Azcárate

Con motivo de cumplirse, el 15 de diciembre de 2017, cien años del fallecimiento de Gumersindo de Azcárate, rescato (corregida y revisada) esta reseña biográfica que publiqué en Diario de León el 25 de enero de 1995, en el suplemento semanal «Galería de leoneses ilustres». La foto de cabecera (Azcárate en su biblioteca) pertenece a la colección de postales del Fondo Joan Gómez Escofet de la UAB.

Hay detalles en apariencia insignificantes que aportan más información sobre una persona que muchos de sus actos, las fechas que jalonan su vida o las personas con quienes la comparten. Así por ejemplo, cuenta Suetonio que Calígula, que era diestro en muchas cosas, no sabía nadar; Beethoven, autor de una sinfonía, la séptima, que Wagner consideraba «la apoteosis de la danza», jamás aprendió a bailar; Byron, el poeta inglés paradigma del Romanticismo, amante de muchas mujeres, no soportaba verlas comer; al zar Pedro I, un hombre valiente que no se paraba ante nada, le aterrorizaba dormir solo; y la lista podría extenderse a lo largo de varias páginas. En lo que respecta a nuestro personaje, un hombre muy culto y bien educado, sorprende su absoluta falta de sensibilidad artística: ni la música, ni la pintura, ni la escultura, ni cualquier otra de las artes lo conmovían, no había expresión artística ante la que sintiese la más mínima emoción, y esto es más sorprendente aún porque no carecía de sensibilidad, y hasta de ternura, pues fue un esposo cariñoso y enamorado, un buen hijo, un gran amigo y un maestro cordial que se interesaba por los trabajos de sus alumnos, a los que no escatimaba consejo y prestaba libros de su biblioteca particular, la misma que hoy está a disposición de todos en la Biblioteca Azcárate de la Fundación Sierra-Pambley.

Primeros años y educación

Curiosidades aparte, de entre los leoneses que pueden ser incluidos —por sus méritos indiscutibles— en la nómina de españoles ilustres, figura sin duda alguna Gumersindo de Azcárate y Menéndez, que nació en León el lunes 13 de enero de 1840 en la casa que su familia tenía en la calle de la Rúa. Fue el primogénito de Justa Menéndez Morán, miembro de una acomodada familia asturiana, y de Patricio de Azcárate del Corral, a quien ella había conocido cuando él se encontraba estudiando en la Universidad de Oviedo.

Merece la pena detenerse un poco para hablar del padre de nuestro personaje, porque su vida nos permite entender la trayectoria de Gumersindo, la de sus hermanos y la de todos sus descendientes. Patricio nació en León en 1800, aunque su familia provenía de la localidad navarra de Azcárate, a los pies del monte Aralar. Fue un destacado filósofo, político e historiador que ayudó a difundir en nuestro país la filosofía moderna, y cuyo trabajo permitió que se pudiera contar en España, por vez primera, con ediciones dignas de las obras de Platón, Aristóteles y Leibniz, aunque procedieran, principalmente, de publicaciones francesas y fuesen anteriores a las modernas ediciones críticas. Los veintiséis volúmenes de la Biblioteca Filosófica que tradujo (once dedicados a Platón, diez a Aristóteles y cinco a Leibniz), junto con su obra Exposición histórico-crítica de los sistemas filosóficos modernos (1861), conforman una de las aportaciones más relevantes para la difusión de la filosofía en el ámbito hispánico durante todo el siglo XIX. Gracias a su trabajo, pudo Borges estudiar filosofía según confesaría años más tarde en la biblioteca paterna en la que pasó leyendo muchas horas de su infancia y juventud, aquella biblioteca que estaba seguro de no haber abandonado jamás.

A los dos días de nacer, bautizan a nuestro personaje en la iglesia de San Marcelo y le imponen los nombres de Gumersindo (uno de los santos cuya festividad se celebra el día 13 de enero) y José. Tanto su madre, «una mujer dotada de buen sentido y fortaleza moral», como su padre, «un hombre laborioso, culto, hábil y prudente», hicieron que su infancia y adolescencia transcurriesen felices «en un hogar apacible, profundamente religioso —pero sin fanatismos—, humanitario, leal, moderno, austero, tolerante, con sentido moral, ponderación, equilibrio y patriotismo, así como una exquisita devoción por el servicio a la comunidad». No es de extrañar que tanto Gumersindo como sus hermanos (Tomás, Cayo, Jesusa y Manuela) mantuviesen durante toda su vida absoluta fidelidad a unos principios que les habían sido inculcados desde la cuna.

Tras cursar la enseñanza primaria que completaría de la mano de sus padres en una casa llena de libros, como era la de los Azcárate, realiza los estudios secundarios en el Instituto Provincial de León, entre 1849 y 1855, donde gana fama de buen estudiante y de ser un muchacho inquieto y despierto. Al terminar, se traslada a la Universidad de Oviedo, donde se matricula en las Facultades de Ciencias Naturales y Jurisprudencia, pero un decreto gubernamental que prohíbe la doble matrícula le obliga a elegir, y opta por el Derecho. En 1858, abandona la capital asturiana y se traslada a la Universidad Central de Madrid, donde continúa con sus estudios y se licencia en Derecho con veintidós años. Tres más tarde, en 1865, recibe el título de bachiller en Filosofía y Letras, título entonces equivalente al de Bachelor of Arts, que aún hoy forma parte de las titulaciones universitarias de ciertos países de habla inglesa, como Reino Unido, Canadá o Estados Unidos —donde es uno de los títulos de Grado más tradicionales—, y de algunos otros del Espacio Europeo de Educación Superior. Corona Azcárate su formación académica con una tesis doctoral titulada Juicio crítico de la Ley 61 de Toro, un detallado estudio sobre una de las ochenta y tres disposiciones que componen las conocidas Leyes de Toro.

Crisis religiosa y vida académica

Gumersindo de Azcárate

Gumersindo de Azcárate en su biblioteca

En 1866, con veintiséis años, ingresa en el Ministerio de Gracia y Justicia como letrado de la Dirección General de Registros. A finales de ese año, el 15 de octubre, contrae matrimonio en Madrid con Emilia Justina de la Soledad Inerarity Brusa, una joven y hermosa mujer cubana de dieciocho años, nacida en San Juan de los Remedios de madre cubana y padre estadounidense de ascendencia inglesa. Poco dura esta felicidad, el 15 de febrero de 1868, tras el nacimiento de su primer y único hijo, Emilia fallece de fiebre puerperal; días más tarde, el niño muere también. Destrozado, Azcárate sufre una profunda crisis religiosa que, años más tarde, resultará en su alejamiento de la Iglesia católica, pero no de la doctrina y las enseñanzas de Jesús de Nazaret, en quien siempre vio «un modelo de conducta ética y social, de amor y de justicia». En La Institución Libre de Enseñanza y su ambiente, Antonio Jiménez-Landi cita una carta que Azcárate escribió, con motivo de su segundo matrimonio, al político y abogado Alejandro Groizard y Gómez de la Serna, en la que hacía esta sincera confesión de fe: «Debo decirle que en mis libros y en mis discursos he mantenido enérgicamente el título de cristiano, y que en verdad puedo decir que pertenezco a la secta de los unitarios, que cuenta numerosos miembros en Europa».

Para comprender mejor este tránsito desde un catolicismo ortodoxo hasta un cristianismo heterodoxo, se hace imprescindible la lectura de Minuta de un testamento, que escribió en Cáceres, mientras permanecía desterrado a causa de la llamada «cuestión universitaria», y publicó en Madrid en 1876 bajo el seudónimo «W». La cuestión religiosa y la defensa de la tolerancia constituyen el núcleo de este libro, una mezcla de ensayo político, obra de ficción y tratado de reformas sociales, en el que Azcárate desarrolla su «cosmovisión, más cercana al protestantismo más progresista o al modernismo católico», en palabras de José García-Velasco García, actual presidente de la Institución Libre de Enseñanza.

Entre los veintiocho y los cuarenta y un años, se entrega a la docencia en cuerpo y alma. En 1868, es nombrado profesor auxiliar de la cátedra de Economía Política y Estadística de la Facultad de Derecho de la Universidad Central; en octubre del año siguiente, pasa a desempeñar el mismo puesto en la cátedra de Legislación Comparada, de la que será titular en 1873. Pero con el inicio de la Restauración, llegan los problemas para los profesores krausistas. El 17 de julio de 1875, es separado de su cátedra por «abierta rebeldía contra la Iglesia católica y la Monarquía», al no aceptar el juramento requerido por Manuel Orovio Echagüe, ministro de Educación, a todos los docentes; igual suerte corrieron otros ilustres colegas, entre los que destacaban Nicolás Salmerón y Francisco Giner de los Ríos, íntimo amigo suyo. A causa de esta «cuestión universitaria», muchos de los mejores profesores universitarios y todos aquellos que defendían una profunda renovación del sistema pedagógico, fueron aglutinándose en torno a Giner de los Ríos, Rafael María de Labra y Azcárate, quien se convirtió en portavoz de los criterios de la Institución Libre de Enseñanza, tanto en lo ideológico y organizativo como en sus aspectos pedagógicos y jurídicos. En 1869, estos hombres habían llorado la muerte de Julián Sanz del Río, amigo y maestro, que ejerció una influencia decisiva en todos ellos por medio del krausismo, y a quien le hubiera gustado saber que su obra cristalizaría en la Institución Libre de Enseñanza apenas siete años después de su fallecimiento.

Desde la aprobación de sus estatutos por un real decreto el 16 de agosto de 1876, la Institución Libre de Enseñanza se distinguió siempre por ser un movimiento pedagógico vocacional, liberal, secularizante, laico, naturalista, espiritualista, ético, altruista y elitista, razones por las que Azcárate le dedicó gran parte de su tiempo. Para él, la educación no era sino la formación integral del individuo desde su niñez, ante lo cual el maestro —así como el profesor universitario— había de ser independiente en sus explicaciones. Si bien en un principio la Institución nació bajo la premisa de abarcar en sus aulas todo el ciclo educativo, poco duró la docencia universitaria entre sus muros, fundamentalmente a causa de ser repuestos en sus cátedras oficiales la mayoría de los profesores que habían sido expulsados de ellas años atrás. En esa época (finales de la década de los setenta y principios de los ochenta), es ya una personalidad muy conocida en los círculos académicos, jurídicos y políticos de toda España. Publica por entonces algunas de sus obras más relevantes: Estudios económicos y sociales (1876), El self-government y la monarquía doctrinaria y Estudios filosóficos y políticos (1877), La constitución inglesa y la política del continente (1878) y Ensayo de una historia del derecho de propiedad y su estado actual en Europa (1880).

carácter y Vida familiar

Gumersindo de AzcárateQuizá por el hecho de ser viudo y no tener hijos, dedicó más tiempo a sus padres, a sus hermanos, a sus sobrinos, a su familia política (con la que mantuvo siempre muy buenas relaciones) y a sus amigos, a quienes quería como si fuesen hermanos, valga como ejemplo la profunda amistad que lo unió con Francisco Giner de los Ríos y el también leonés Francisco Fernández-Blanco de Sierra-Pambley (don Paco Sierra).

Las vacaciones eran motivo de júbilo para los Azcárate, que solían reunirse al completo todos los veranos en una casa que su padre había comprado en Villimer, y que terminó por convertirse en casa solariega de la familia. Allí podía entregarse a una de sus aficiones favoritas: los largos paseos por el campo, que le procuraban la paz y el sosiego que no encontraba en Madrid.

Su sobrino Pablo de Azcárate lo describe como una persona de «elevada estatura y gran prestancia, en la que se aunaban armoniosamente una cierta brusquedad externa en sus ademanes con una cordial afabilidad. Por encima de su inteligencia y laboriosidad —continúa—, sobresalía su tolerancia, y era casi imposible hacerle ver las intenciones torticeras de algún individuo, estando por el contrario siempre dispuesto a reconocer inteligencia en el más romo o buena intención en el más hipócrita». De su buen talante y ausencia de rencor nos habla su comportamiento en el funeral de Vicente de la Fuente y Condón, rector de la Universidad de Madrid cuando fue apartado de su cátedra: «Quiero tributar este último homenaje —dijo Azcárate en aquella ocasión— al hombre recto y bueno que supo cumplir siempre lo que creía su deber». Como dato peculiar, Pablo de Azcárate llama nuestra atención sobre el único rasgo negativo de su personalidad: «su total y completa insensibilidad para la emoción artística en todas sus manifestaciones», lo que no fue obstáculo para que se implicara totalmente en la Institución Libre de Enseñanza, donde el amor a todas las artes era uno de los elementos básicos de su ideario pedagógico.

Enamorado de nuevo, decide contraer matrimonio con María Benita Álvarez Guijarro, hija del entonces presidente del Tribunal de Cuentas, Fernando Álvarez Martínez. Como ya no se consideraba católico, al principio surgieron problemas la Iglesia pretendía que volviese a su seno, pero tras arduas negociaciones obtiene la dispensa de paridad de cultos (en el acta matrimonial, figura como «no católico»), y al fin la boda pudo celebrarse en Lisboa, el 11 de abril de 1882.

Regreso a la universidad y Vida política

Gumersindo de Azcárate

Azcárate delante del Congreso de los Diputados (Rivero, 1912)

En 1881, es readmitido en la universidad. Como forma de conciliar sus derechos adquiridos con los de quien ocupaba su puesto, primeramente, le encomendaron la cátedra de Historia del Derecho, que desempeñó hasta 1885, año en el que pasó a la de Instituciones de Derecho privado de los pueblos antiguos y modernos; suprimida esta en 1892, regresó a su antigua cátedra de Legislación Comparada, que había quedado vacante. De esta forma veía satisfecha su afición predilecta: la docencia, pues, antes que cualquier otra cosa, Azcárate fue un maestro en el más hondo sentido de la palabra. En un artículo publicado en la revista La Esfera, Eduardo Gómez de Baquero (su alumno de doctorado en 1887) cuenta que «era un maestro cordial, y casi hay redundancia en calificarlo así, pues sin amor, sin que el corazón tome su parte, no hay maestro verdadero. Se interesaba por los trabajos de sus alumnos. No les escatimaba el consejo y frecuentemente les prestaba libros de su biblioteca particular». En estos años, compagina su labor docente con la carrera política y con su trabajo como investigador y estudioso, uno de cuyos frutos es El régimen parlamentario en la práctica, publicado en 1885.

Tras varios intentos fallidos en las elecciones de 1869, 1871 y 1881, en las de abril de 1886 (gracias al acuerdo de dos partidos republicanos leoneses: el democrático-progresista y el posibilista), consiguió el acta de diputado por León, distrito al que representaría durante treinta años, salvo en la legislatura de 1896-1898. Fue en su actividad política lo más contrario que pueda imaginarse a los modos del caciquismo. Jamás pudieron cantar sobre él una coplilla semejante a la que circulaba por León contra el diputado por el distrito de La Vecilla Fernando Merino Villarino, conde consorte de Sagasta, que decía: «No queremos diputado / que tenga tanto dinero, / pues llegan las elecciones / y nos harta de centeno. / No queremos a Merino, / porque somos de Molleda. / No te queremos el vino / ni que nos pagues las deudas». Convencido como estaba de que los diputados no lo eran para gestionar asuntos particulares, sino para procurar el bien común, Azcárate tuvo por ello muchos enemigos, pero estos jamás se atrevieron a poner en tela de juicio su honradez. Y cuando sus colegas en política se referían a su talante reformista y valiente —nunca temerario—, alababan el tesón y el carácter recio desplegados en su actividad parlamentaria, características que en gran parte se debían, según la opinión de aquellos, a su condición de leonés.

Años finales

Apenas comenzado el siglo XX, Azcárate queda viudo por segunda vez. En 1902 fallece María Benita. De igual manera que tras las muertes de su primera mujer y de su hijo, sigue adelante, sin rendirse, sin derrumbarse, entregado al trabajo de manera infatigable, con el apoyo de familiares y amigos. Gracias a su valía personal, a su auctoritas, el 14 de mayo de 1903, y a pesar de sus muchas ocupaciones, es nombrado presidente del Instituto de Reformas Sociales, organismo creado a finales de abril de ese mismo año por el gobierno del conservador Francisco Silvela (que desarrollaba de este modo el Instituto del Trabajo que había propuesto el liberal José Canalejas y que no salió adelante) para estudiar y proponer legislación que mejorase la vida y las condiciones laborales de los trabajadores y sus familias, labor que en otros países realizaba el Ministerio de Trabajo.

Además de sus otras ocupaciones, ejerció como abogado (durante treinta y cinco años fue el de la embajada del Reino Unido en Madrid, sin sueldo), pero más que actuar ante los tribunales, se dedicó, principalmente, a la redacción de informes y a dictar laudos o sentencias arbitrales. Precisamente por su gran prestigio profesional, en junio de 1907 se negó a llevar la defensa de Ferrer Guardia, autor intelectual del atentado perpetrado por Mateo Morral contra los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia el día de su boda, por considerarlo manifiestamente culpable. Un año después, el 24 de julio, se publica la Ley sobre nulidad de los contratos de préstamos usurarios, en vigor desde el 13 de agosto y conocida desde entonces como Ley Azcárate, por ser él su padre intelectual, su impulsor y su defensor en las Cortes. Han transcurrido más de cien años y continúa vigente en lo sustancial, pues de los dieciséis que la componen, solo han sido derogados o modificados cuatro artículos por aplicación de la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil, que entró en vigor el 8 de enero de 2001. Contra lo que pudiera pensarse, dado los muchos nombramientos recibidos y los cargos de importancia que ocupaba, su única nómina era la que percibía como catedrático, el resto eran puestos que desempeñaba sin recibir un sueldo a cambio, hecho no infrecuente en aquella época (los diputados y senadores de la Restauración, por ejemplo, no cobraban del Estado por su trabajo en las cámaras), lo que favorecía el cabildeo y la corrupción, comportamientos a los que Azcárate fue siempre ajeno.

Durante esta última etapa de su vida, fue miembro del Consejo de Instrucción Pública, de la Real Academia de la Historia, vicepresidente de la Junta de Ampliación de Estudios y fundador, junto con don Paco Sierra, Francisco Giner de los Ríos y Manuel Bartolomé Cossío, de la Fundación Sierra-Pambley, de cuyo patronato fue presidente hasta su muerte, tras la cual, sus sobrinos herederos donaron su biblioteca a la Fundación, mientras que los manuscritos se entregaron a la Real Academia de la Historia. En 1915, con setenta y cinco años, solicitó la jubilación de su cátedra, pues consideraba que ya no estaba en condiciones de desempeñar su labor como debía. En reconocimiento a todo su trabajo en la universidad, el Ministerio de Instrucción Pública le nombró rector honorario de la Universidad de Madrid.

Gumersindo de Azcárate

Azcárate (Campúa, «La Esfera«, n.º 208)

Cuenta Adolfo González-Posada en el prólogo a una edición de El régimen parlamentario en la práctica, que en la sesión que celebraba el Instituto de Reformas Sociales el 13 de diciembre de 1917, Azcárate, que sabía que estaba enfermo, se proponía ceder la presidencia al vicepresidente, Luis de Marichalar y Monreal, vizconde de Eza (abuelo de Jaime de Marichalar), «a quien consideraba muy capacitado para continuar su obra. Se acercó a la mesa, ocupó su sillón disponiéndose a dar lectura al documento —trascendental documento que acababan de entregarle, y en el que la representación obrera en el Instituto anunciaba su retirada hasta que el Poder público acordase la deseada reparación a los presos obreros (por los sucesos del mes de agosto en la huelga de 1917), y entre los cuales se encontraba el señor Largo Caballero. Pero cuando don Gumersindo, sentado en su sillón, quiso desdoblar el documento de los obreros, no pudo: sus manos no obedecían; inclinado hacia la derecha, intentó en vano alcanzar la campanilla». Había sufrido un derrame cerebral que lo dejó inconsciente. Lo llevaron a su casa, en el número 72 de la calle Velázquez, donde residía con algunos miembros de su familia, y donde falleció, sin haber recuperado la consciencia, en la madrugada del sábado 15 de diciembre de 1917.

Fue enterrado en el cementerio civil de Madrid (junto a su amigo, el también leonés Fernando de Castro y Pajares), pues no quiso ser inhumado en el católico «para no caer en una postura de hipocresía». No obstante, sobre su tumba —y a petición propia—, labraron una cruz y esta frase: «Amaos los unos a los otros». Junto a esta exhortación de Jesús (Jn 13, 34) elegida como epitafio, merecen ser rescatadas las últimas frases del artículo que, a modo de elogio fúnebre, publicó en La Esfera Eduardo Gómez de Baquero, poco más de veinte palabras que resumen una vida plena, útil y sincera: «Azcárate deja libros llenos de doctrina, muchos discursos, una intensa labor de cultura. Deja, además, una cosa más preciosa y más rara: un ejemplo».

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MRY

La corona y la mitra_cabecera

La corona y la mitra

Marcelino Rodríguez Yebra, La corona y la mitra. El primer milenio de la historia leonesa a través de diez ensayos biográficos, Universidad de León (Secretariado de Publicaciones y Medios Audiovisuales), 2002, 142 páginas. Este libro recibió el premio de la Fundación Carolina Rodríguez para «trabajos sobre León y su provincia» en el año 2000.

El primer milenio de la historia leonesa a través de diez ensayos biográficos.En contra de cierta ortodoxia, propongo en este libro echar un vistazo particular a la historia del primer milenio en León a través de la aventura individual de algunos de sus protagonistas en esta parte de España. De los inicios del cristianismo en Hispania a la consolidación de la Reconquista pasando por el lento colapso de la parte occidental del Imperio romano y el auge y caída del reino visigodo.

Las vidas del obispo Basílides, del centurión san Marcelo, del obispo santo Toribio de Astorga, del eremita san Valerio del Bierzo, del obispo san Froilán, de los reyes de León García I, Ordoño II, Ramiro II y Sancho I, y de la infanta regente Elvira Ramírez nos ayudan a evocar el recuerdo de un tiempo pasado que la memoria embellece, habitado por hombres santos y doctos, por monarcas guerreros y mujeres fuertes que jamás toleraron el papel de florero que algunos pretendían darles, pero sin caer en ese tipo de biografía laudatoria, cuasi hagiográfica, que termina por alejarnos de los personajes fijados por la historia pero ocultos tras el fárrago de las batallas, las anécdotas mil veces referidas y los tópicos amables.

Asomarnos de este modo a la Antigüedad tardía y la Alta Edad Media nos permite ver cómo en aquel largo período, lentamente, sin hitos temporales definidos, fraguaron viejas tradiciones y antiguos usos, comenzaron a balbucir las lenguas romances y echaron raíces algunas instituciones propias de Occidente.

Muy lejos de cualquier consideración política, la tesis propuesta en esta obra es que ciertos rasgos de eso que denominamos «idiosincrasia leonesa» datan de hace siglos, y que seguir la peripecia vital de estos personajes puede servirnos para comprender algunos aspectos de esa forma de pensar, sentir y actuar.

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